¿Podías hacerte una
ligera idea del modo en que el terror y la violencia que ejerces puede
condicionar a una mujer o a unos niños para toda la vida? ¿O mejor, prefieres
pasar de largo y no dedicar ni un segundo a esa reflexión, porque ni eres
consciente de lo que eres? Sea cual sea tu respuesta, aquí tienes tu mensaje.
Mi madre, mi
hermana y yo fuimos maltratados por nuestro progenitor. Un señor aparentemente
amable, gracioso, atento, encantador, esplendido, generoso, muy trabajador y
buen vecino. Ese gran amigo sembró día a día el pánico, la inseguridad y nos
anuló por completo como personas; y es lo que he conocido de él desde que nací.
Este señor era el terror personificado al entrar a casa. Ese sonido de la
cerradura, aún sigue haciéndome saltar instintivamente.
Sus vejaciones, golpes, intentos de prender
fuego a mi madre ante nosotros, sus incontables veces que con una mano nos levantaba
del suelo, y contra la pared, colocaba un cuchillo en mi cuello, hacían de
nuestro hogar el lugar más inseguro y aterrador para nosotros.
A pesar de los múltiples
intentos de mi madre de solicitar ayuda a la Policía, a la Guardia Civil, a
algunos familiares, las respuestas eran aún más dolorosas y más
desesperanzadoras, que la sumisión. “Señora, vuelva a casa, por su bien. Si
denuncia, volverá a casa, y el enfado de su esposo no merece la pena”. “Te
puede denunciar por abandono del hogar”. “Mujer, son cosas de hombres, algo harás
para que os pegue”. “No hables así del padre de tus hijos, tienes muy poco
aguante, eres muy floja. Esto ha sido así toda la vida, y no vas a venir tu
ahora a cambiarlo”. “¿Es que quieres dejar a tus hijos sin padres? Eso es de
ser egoísta y muy mala madre.
Mi madre conocía
perfectamente el maltrato, aunque no supiera detectarlo cuando lo ejercía sobre
ella. Es lo que conoció, y la sociedad normalizaba desde bien pequeña: la mujer
al servicio del hombre, hasta su muerte, si fuera necesario. Desde pequeños
gestos como elegir cada día el menú, servirle el primer plato de comida en su
lugar y a la hora exacta, callar y mantener a los menores en silencio mientras
el conduce y la mujer de copiloto, la autorización del hombre para poder
crearse una cuenta corriente en una caja de ahorros, el permiso paternal para
casarse, mantener alejados a los niños del padre durante sus horas de descanso,
bajo la amenaza de que el castigo recaería sobre ella, vestir a gusto de él,
condicionar su aspecto a gusto del caballero, tener sexo siempre y cuando él
quisiera, mantener la casa impecable, aguantar las llegadas borracho –y en
ocasiones violento-, contar abiertamente de un puticlub, optimizar hasta el último duro que otorgaba a la mujer
para todo el mes, dedicarse ella única y exclusivamente a los cuidados de los
hijos, mientras el padre se encargaba de los castigos usando cinturones,
zapatos, ramas de árboles o sus propios
puños… hasta soportar palizas que desfiguraban su cara o amenazar con matarla
de una paliza, y quedar impune gracias a la complicidad de la justicia de
entonces y de los vecinos.
Por supuesto, la
sociedad del momento lo justificaba y le servía al resto de advertencia si
intentaban ser “personas con derechos” y no “mujeres de”. Estaba tan
normalizado, que no era relevante como para dedicarle un espacio en los periódicos.
Esperaban que el silencio mediático y el tiempo lo curara todo. Porque de lo
que no se habla, parece que no existe.
No es necesario
echar atrás la vista demasiado para recordar a Ana Orantes. Asesinada tras
contar públicamente que sufrió toda una vida de maltrato. O a Ruth Ortiz, a la
que un criminal arrebató la vida de sus descendientes para herir de muerte a su
objetivo. Tampoco a Juana Rivas, maltratada y perseguida mediáticamente por
intentar proteger a sus hijos de un maltratador y que ha sido recientemente
condenada a entrar en prisión y la retirada de la custodia de sus hijos,
mientras la justicia también condena simultáneamente a los menores a convivir
con el maltratador de su madre.
Y esto es lo que
me roba el sueño. Me hace perder la confianza en una Justicia profundamente
patriarcal, desfasada, obsoleta y apática, que no ejerce la justicia que espera
una sociedad mucho más civilizada y avanzada que sus propias leyes.
Llevo en terapia
psicológica desde que tenía 8 años. Tengo casi 40 años. El daño tan profundo
que puede ejercer el maltrato en tan corto periodo de tiempo es incomparable a
la cantidad de años que muchos de nosotros, hijos de maltratadores, necesitamos
para lidiar con las consecuencias que se reflejan en nuestra vida cotidiana y
que ocupa todos nuestros espacios, muchas veces sin ser consciente de ello.
Poco a poco
descubres que secuelas de todos aquellos insultos diarios, los desprecios, los
intentos fracasados rogando que te quiera de manera indolente para no hacer
daño a tu familia, son en vano. Esos mensajes consiguen calar tan adentro que
duelen físicamente. En mi caso, el aislamiento, la fobia social, la nula
autoestima, el autodesprecio, el odio hacia mí mismo por mi forma de ser y mi
manera de gestionar situaciones emocionales sigue siendo mi batalla para dejar
de maltratarme a mí mismo y convencerme de que yo nunca fui culpable del
maltrato de ese señor. Que no soy todos esos insultos que repican en mi cabeza
y que, si algo tengo claro, es que un
maltratador nunca será un buen padre. Ni siquiera merece ser nombrado como
tal, sino como progenitor. He
evolucionado mucho, aunque no lo parezca. Es un logro que no aún no se
celebrar, otra secuela: el desprecio y la infravaloración. No necesito halagos,
no los recojo.
Hace más de un año, tras el hartazgo de pesadillas
recurrentes en las que das palizas o agredes a alguien que quiero, y tras
varios cambios en la medicación pautada por mi psiquiatra, mi psicóloga me
animo a escribir ideas, emociones, logros, tristezas… regalándome un cuaderno
rojo con hojas completamente en blanco. Las notaciones no tenían por qué tener
sentido. El único propósito era no enganchar en un recuerdo o episodio
doloroso, propio o ajeno, y permitir que fluya, que conforme entre en mi cuerpo,
salga sin herirme más de lo necesario. Pero ese cuaderno, nunca lo llegue a
utilizar.
Una de las
noches en las que me desvele con un dolor físico real en mis tobillos, en mis
rodillas… porque soñé que me estabas golpeando con un ensañamiento inhumano
cree un perfil de Twitter, usando como usuario @hmaltratador, Hijo de
Maltratador. Pero ahí quedó. No me sentía con ánimos ni con fuerzas para
relatar episodios que iban fluyendo por mi cabeza hasta desbordarme. Pero un día,
meses después de crear este perfil, comencé a relatar brevemente esas ideas y
el dolor que sigo sintiendo en la actualidad. Mi sorpresa fue que gente
desconocida empatizaba conmigo, no me juzgaba, me sentía comprendido, apoyado,
recibía ánimos de mucha gente buena, que las hay, principalmente mujeres, y
algunas personas me contaban su maltrato, similar al mío, que no es otro que la
violencia vicaria. Esa violencia especifica que se ejerce utilizando a los
menores para seguir maltratando a sus víctimas.
Jamás pensé que
gente desconocida podría conectar de algún modo con mis temores, con mis
secuelas, con mi estado de ánimo… sigo aprendiendo de todas ellas cuando relato
un episodio de maltrato y me aportan otras visiones y formas de entender y
sobrellevar de forma más liviana la misma sensación inicial que planteo desde
otro punto de vista que solo, nunca se me hubiese pasado por la cabeza.
Quisiera
agradecer a todas ellas tanto cariño y ánimos, hasta el momento de recaídas en
las que bajo las persianas y me escondo del mundo para protegerme del dolor,
algo que hace sufrir mucho a mi madre por la impotencia de no saber cómo
ayudarme. Y es que no puede. Solo puedo yo en ese momento. Me aíslo, me duermo
sin ser consciente de la hora ni del día. Pierdo el apetito, me descuido físicamente
y me dejo llevar por mi instinto: dormir, como si al despertar fuera a dejar de
sentir ese dolor, como si desapareciera solo.
Por último,
quiero reivindicar la escasez de psicólogos en la sanidad pública, que no alcanza
a la demanda que requerimos. La salud mental es calidad de vida y muy necesaria
al acompañamiento de menores víctimas de terrorismo machista porque, como ya he
comentado, crecemos creándonos corazas erróneas, con dificultades para
socializar y somatizaciones físicas severas. También la necesidad de que esta
forma específica de violencia sea recogida en la Ley de Violencia de Género.
Sorprendentemente no está en la actualidad, por lo que solo pueden recibir un
tratamiento digno aquellos menores cuyas madres puedan costearse un psicólogo privado.
En cuanto al maltrato judicial, es intolerable que condenen a menores a visitar
o convivir por temporadas con su maltratador, quien le rompió la infancia,
porque parece que la Justicia antepone los derechos de los progenitores, a los
maltratadores, sobre los menores, atentando contra el derecho a una infancia
libre de violencia y sigue sin tenerse en cuenta en los programas del gobierno.
Algo tan importante, no admite más demora.
Hijo de Maltratador.
Mayo de 2021